El reloj marcaba las siete, el
goteo del grifo acompasaba el fluir de sus pensamientos y un débil rayo del sol
comenzaba a entrar por las rendijas de su persiana. La noche fue larga, apenas
había conseguido adormecerse mientras disfrutaba de algunos capítulos de su
libro favorito, pero ni aun con esas logró evadirse de la cruda realidad que le
esperaba al comenzar un nuevo día, seguramente igual que el de ayer. En el vaso
de su mesilla ya solo quedaban los posos de lo único que le había acompañado
durante su intensa travesía por aquel vacio interior que acarreaba desde hacía
un par de meses. Lo había abandonado sin dar explicación, la inspiración se
había evaporado y no sabía ni cómo ni por qué. Las hojas en blanco formaban un
perfecto puzle sobre la mesa, esa en la que tantas horas había pasado. Sin embargo
ni las manías, ni las costumbres hacían que regresara. Ya había probado todo
tipo de rituales e invocaciones y ahora ya sólo se amarraba a una copa con
hielos que emanaba un exquisito aroma a ron cubano.
Se incorporó en la cama y se
dispuso a comenzar otra odisea frente al papel en blanco, el frío del suelo le
hizo entrar en contacto con la realidad de un nublado día de verano y se
dirigió a la cocina a la espera de que un café bien cargado despertara todos
sus sentidos. En un halo de silencio el teléfono empezó a sonar, no aguardaba
ninguna llamada y la presión se cernía sobre su cabeza mientras la cafetera
daba el aviso de que el café ya estaba listo. Las noticias llegaron en mal
momento.