martes, 19 de marzo de 2013

Los hilos de tu voz


   Sus manos casi siempre estaban frías y en las duras madrugadas del invierno, vestían blancas hasta entrar en calor cuando las arrimaba al fogón. La ventana era su perdición, agotaba el tiempo observando el pinar, su florecer en primavera y su transición de color pardo a nacarado en el cambio de estación. Buscando los primeros rayos del día, apoyaba el periodico el en respaldo del sillón y leía ensimismado cada noticia, dando con gusto, su espalda al sol. 
    Coqueto cuanto menos, el afeitado era diario y siempre hacía una parada en el espejo para cercionarse de que iba bien peinado. Al mediodía o por la tarde cogía su visera y salía a pasear. Con las manos engarzadas y apoyadas en la espalda caminaba y recorriendo los lugares favoritos de su pueblo natal, saludaba a la gente y a veces se paraba a charlar.
    Los días para él eran iguales, aunque el domingo marcaba la excepción. Solía vestir con sus mejores galas para ir a visitar al cura del pueblo y rezar por los que ya no están. Con el tiempo, la salud dejó de permitirle hacer esa excursión y solamente lucía remolón su atuendo a las orillas del río Duero, donde de un banco se hacía un centro de reunión.
Observaba con discreción a aquellos que jugaban a la baraja, y tras un largo rato, sentenciando la jugada se apartaba enojado por no darle la razón. 
   Hasta mañana a descansar eran sus buenas noches, frase que quejó grabada en nuestras memorias y se repite en nuestras cabezas antes de dar por acabado otro día escuchando su callada voz.